Cuentos genealógicos: La víbora
2:05 p.m.
Cuando nos dedicamos a la búsqueda de nuestra Historia Familiar pronto nos damos cuenta de algo: no estamos solos. Recientemente me contactó un compañero de trabajo con una noticia: ¡éramos parientes! Luego de un agradable intercambio genealógico, me compartió un cuento del gran escritor argentino, Manuel Mujica Lainez, proveniente de su libro: Misteriosa Buenos Aires.
A continuación les comparto el cuento:
LA VÍBORA
1780
1780
El anciano militar escucha la lectura con los ojos
entrecerrados. Le fatiga el duro estilo de los
documentos, y de tanto en tanto su mirada se distrae
hacia el rayo de sol que cae oblicuamente en mitad de la
celda. Es como una trémula columna azul que se desgarra y
luego vuelve a formarse, como una diminuta Vía Láctea en la
que se agitan millones y millones de corpúsculos.
Junto a la mesa que preside el dominico, el hijo del
teniente de maestre de campo se apasiona sobre los papeles.
Don Juan Josef entorna los párpados hacia los dos lectores.
Les ve, como detrás de una gasa fina: el sacerdote, buido,
con un rostro astuto, italiano, curiosamente anacrónico, de
Papa del Renacimiento -un Pablo III sin la caperuza, el
cerquillo de pelo blanco-; y el hijo tosco, sanguíneo,
deformado el hombro izquierdo por una giba. Sólo en las
cejas y en la frente comba se le parece a él, a él que es tan
delgado, tan huesudo, tan enhiesto, a pesar de los setenta y
cinco años. No hubo hombre más ágil en los ejércitos del Rey.
Algo de ello le ha quedado en la senectud, algo tan suyo
como el anillo de sello que le cubre una falange en el
meñique; algo que permanece todavía en la elegancia con
que dobla la cabeza, estira el busto, arquea el brazo o posa
en una palma la sien hundida.
El dominico hojea ahora la ejecutoria familiar. Bastante
costó que la enviaran desde Burgos. Es muy hermosa, con los
escudos pintados delicadamente y árboles genealógicos
prolijos. La ciñe una encuadernación de terciopelo violeta
raída por el tiempo. Voltea el fraile las páginas que terminan
con el sello y la firma espinosa: Yo el Rey. A su lado, don
Sebastián, el giboso, desearía que los folios no pasaran tan
velozmente. Detiene la premura del lector y le señala con el
índice corto, de uña cuadrada, algún entronque interesante,
algún parentesco principal.
Anótalo el dominico en la hoja que ha ido colmando de
apuntes, mientras prosigue su investigación. Despliegan los cuadros en los que los nombres se multiplican bajo las
miniaturas, las unciales y los emblemas heráldicos; los
nombres que se tornan más y más singulares a medida que
retroceden en los siglos hacia la raíz del árbol: don Aymerico,
doña Urraca, doña Esclaramunda.
Al anciano le importa poco lo que los otros debaten con
afán. De muchacho le enseñaron esos manuscritos en la
casona burgalesa, y lo que más le atrajo fue el paisaje
microscópico que se apiña tras la primera mayúscula. Su
padre alzaba exquisitamente el libro violeta para mostrarlo,
como si fuera un esmalte raro o un labrado marfil. Él lo tenía
olvidado ya. ¡Hace tantos, tantos años que lo vio por última
vez, pues vino a Indias mozuelo, para servir al monarca!
Sólo, la tenacidad de Sebastián, su hijo, pudo conseguir en
préstamo la ejecutoria. El tío viejísimo que todavía mora en
la casa ancestral se resistía a cederla. Cartas se enviaron a
Burgos y mensajeros, para convencer al porfiado. Y aquí
están, por fin, en América, los títulos y las pruebas del linaje:
en América, como don Juan Josef, en el convento de Santo
Domingo de Buenos Alres, donde un fraile los estudia con
fervor de escoliasta.
El anciano menea la cabeza silenciosamente y gira los
ojos hacia la columna de luz. Piensa en ese hijo único, tan
distinto de él, y no sólo distinto en la traza sino también en el
carácter. La escena misma lo corrobora. Don Juan Josef
nada ha querido para sí; lo ha dado todo. Cuando acudieron
a importunarle en la modestia de su casa de la calle de Santo
Cristo, para ofrecerle tal cargo o tal otro, los rechazó
siempre. Ha sido militar como su padre, como su abuelo,
como su bisabuelo, como los hombres cuyos espectros saltan,
fulgurantes, embanderados, encrestados, armados de pies a
cabeza, de las páginas que deletrea el sacerdote. En el hijo
se quebró la línea armoniosa, antigua de tres centurias. La
corcova que trajo en la espalda al nacer proyectó sombra
sobre su espíritu. Para él la vida tuvo por norte el medrar, el
medrar sin descanso. Asombra que la ambición le ahogue
aún. Ha desempeñado cuanta función de pompa existe en
Buenos Aires. Ahora no se aleja del señor Virrey.
Le acompaña doquier, sonriendo. ¿Qué esperará obtener
de tal pleitesía? ¿Algo más, acaso, aparte del asunto que les
reúne en ese instante en la celda del convento de Santo
Domingo? Tanta es la trascendencia de ese asunto, que su
logro debiera bastarle. Aspira don Sebastián a un favor regio
que don Juan Josef, su padre, con ser sus méritos auténticos, jamás soñó en pedir como recompensa de sus propios
trabajos. Quiere ser caballero de la Orden de Alcántara.
Quiere, con toda el alma, serlo, y cuando él se propone algo
no hay quien le detenga. Se imagina ya, hinchado, con la
cruz verde de la encomienda cosida sobre la casaca. Nadie se
fijará en su joroba el día en que luzca la cruz de la
caballería.
Para eso viajó la ejecutoria de Burgos a Buenos Aires. Hay
que probar ante todo la limpieza del abolengo, y no se puede
prescindir de los pergaminos insustituibles.
Apunta y apunta, con vaga sonrisa, el dominico a quien
Sebastián ha confiado la composición del memorial que
elevará al Rey: un memorial de un barroquismo
ceremonioso, en el que la lisonja se disfraza de retóricas
sutiles.
El anciano se lleva las manos a los párpados. Renace en
ellos la comezón que le acometió hace una semana. Conoce
el síntoma; sabe que dentro de un rato la vista se le
oscurecerá y el aire se encenderá de puntos amarillos.
¿Estará en verdad enfermo, muy enfermo? La pasada
ocasión creyó enloquecer. Anduvo dando voces por la casa y
cuando recobró el sentido se halló estirado en el lecho. ¿Qué
hará? ¿Lo dirá a su hijo y al dominico para que le saquen de
allí y le conduzcan a su habitación? No se atreve. El orgullo
se lo impide. Quizás se pase el malestar.
Se acaricia los ojos, hasta que las designaciones de sitios
familiares, citadas por su hijo, le apartan de su inquietud.
Don Sebastián está leyendo los papeles que mencionan los
servicios de don Juan Josef. Los guarda en una carpeta. Son
los nombramientos: el de teniente militar, el de capitán, el de
teniente de maestre de campo... También eso se utilizará
para apoyar su solicitud. De todo hay que echar mano,
cuando de vanidad se trata.
Don Juan Josef escucha con atención. Su vida desfila ante
él, apretada, como desfiló la de sus mayores. Mentira le
parece que quepa en palabras tan breves. La vista empieza a
nublársele, de modo que cierra los ojos y aguza el oído. El
giboso recorre la rectificación de servicios hecha por don José
de Andonaegui, brigadier de los ejércitos de su majestad. Y
el dominico anota. Para divertirse d ela monotonía -y
obedeciendo a la obsesión que les mantiene alrededor de la
mesa- el fraile dibuja con tinta verde la cruz de la Orden de
Alcántara, la cruz ancorada que llaman el Noble, como dicen
el Lagarto a la de Santiago.
Recita don Sebastián la comisión que le encargaron a su
padre en 1746, cuando debió pasar a la frontera de Luján,
para defenderla de los indios; recita otra, que le llevó al pago
de la Matanza, donde luchó doce días con las tribus y el
hambre, sin recibir refuerzos; y otra, durísima, que con
cuatrocientos hombres y más de doscientas carretas le
condujo en busca de sal a la enorme laguna, del lado de la
sierra de Curumalán; y luego detalla su actuación en la
campaña contra los portugueses de la Colonia del
Sacramento. Los episodios resultan sencillos, casi infantiles,
narrados así. Y siguen y siguen los documentos... A uno lo
firma don Juan de San Martín; al otro, don Cristóbal Cabral
de Melo; al otro, Andonaegui; al otro, don Domingo Ortiz de
Rozas, el padre del que fue Conde de Poblaciones...
Pero el anciano no oye ya. En la noche de sus párpados
comienzan a hacer guiños los puntos amarillos de la locura.
De cuanto leyeron, sólo un hecho se ha presentado ante su
memoria, exacto, vívido, como si no hubiera transcurrido
una hora desde entonces.
Fue durante el viaje atroz a las Salinas. Dormitaba una
madrugada en su tienda, en la soledad de los médanos, y de
repente tuvo la sensación de una presencia peligrosa cerca
de su cuja. Algún enemigo rondaba. Más todavía: alguno
había logrado deslizarse hasta él, en lo oscuro. Cuando lo
descubrió ya era tarde. La víbora le había rodeado el brazo
izquierdo, con su pulsera fría, y le hincaba los dientes agudos
en la mano. Nunca había tenido miedo hasta ese instante;
nunca lo tuvo después, pero el segundo de pavor le dejó
marcado para siempre; marcado como su mano izquierda,
cuya herida fue cauterizada brutalmente por un esclavo con
un hierro rojo. Luego se la polvorearon con azufre.
Don Juan Josef se roza esa palma con los dedos de la
diestra y palpa la cicatriz profunda. Un terrible tembIor le
domina. Días atrás, creyó ver al ofidio entre las coles de la
huerta. Pero, ¿acaso no murió entonces, entonces, hace
treinta y cinco años? ¿Acaso le persigue todavía? Lo
recuerda, erguido, asomando entre los dientecillos la lengua
bífida; recuerda las escamas de la cabeza tatuada de signos
geométricos; los ojos fijos y crueles. Se atiesa en la silla con
un gesto de asco y de temor.
Levanta los párpados, angustiado. Las chispas amarillas
cubren la celda del dominico. Se ha puesto éste el capucho
del hábito. Con la pluma fina adelgaza el diseño de la cruz de
Alcántara. En medio del incendio de artificio, que trastorna al teniente de maestre de campo, suena la voz de Sebastián,
pausada, como si nada sucediera:
Por cuanto por haber experimentado los insultos y
hostilidades que han ejecutado los indios bárbaros serranos
en las estancias de esta provincia con lamentable estrago y
para poner remedio a tantas vejaciones y reprimir la
insolencia y osadía de estos infieles, se ha considerado por
importe y conveniente al mejor servicio de Su Majestad
ordenar a don...
Lo mismo que aquella madrugada inolvidable de los
médanos, hace treinta y cinco años, don Juan Josef siente la
vecindad del enemigo. En la habitación está. Por algún lado
anda, enroscando sus anillos silentes. Quizá serpentea entre
los devocionarios, o trepa por una de las patas torneadas del
sillón del fraile, o repta entre las tallas del atril, listos los
dientes filosos. Sin un rumor, el hidalgo se pone de pie. Los
otros, amodorrados por la lectura, no lo advierten. Se
aproxima a la mesa. El chisporroteo es cada vez mayor.
¡Ay! ¡Ya lo ha hallado! La víbora verde ondula sobre el
folio en el cual el dominico hace sus anotaciones. ¿Cómo no
la ve el tonsurado? ¿Cómo puede seguir escribiendo?
El militar toma la ejecutoria de tapas violetas y de un
golpe la abate sobre la verde cruz de Alcántara que el fraile
dibuja.
Los lectores se incorporan, desconcertados.
-¿Qué pasa, señor don Juan Josef?
Antes de que reaccionen, el anciano arrebata la carpeta
de manuscritos de manos de don Sebastián y la arroja
también sobre la mesa. Desparrámanse, confundidos, los
encabezamientos de caligrafía tortuosa.
-¡La víbora! -jadea el viejo-; ¡que va a saltar!
Avanzan hacia él los dos, pero el militar, más ligero, más
elástico a pesar de los años, se escabulle. Ha vuelto a
apoderarse de la ejecutoria de Burgos; atraviesa el rayo de
sol que divide la celda y que le aclara súbitamente el traje
severo; y corre hacia el claustro.
-¡La víbora! ¡Le han crecido alas!
El caballero azota al aire con el libro. Síguenle los otros,
resollando; más extraña que nunca, por espantada, la cara
antigua del dominico; la joroba encaramada sobre el hombro
de don Sebastián.
-¡La víbora verde!
-¡Está endemoniado!
Más allá del claustro, en el centro del jardincito de
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MISTERIOSA BUENOS AIRES
árboles tristones, hay un aljibe. Don Juan Josef se dirige
hacia el brocal, a trancos grotescos. A veces se cubre el
rostro con el volumen, como para protegerlo de invisibles
mordeduras, y a veces esgrime como un arma la gruesa
cubierta.
-¡Por el pozo se fue!
Asómase el alucinado a su boca. Ve su interior, hasta lo
hondo, iluminado por las luces amarillas, y en una de las
salientes viscosas, entre las manchas de musgo lívido,
adivina el retorcimiento del reptil.
Alza la información de nobleza.
-¡Padre! -gime el hijo corcovado a quien la carrera sofoca-
, ¡el libro!, ¡el libro no!
Le tiembla en la voz la desesperación impotente.
Don Juan Josef tira la ejecutoria de los abuelos. La oye
aletear como un gran pájaro violeta, cuando se
desencuaderna y se desprenden los blasones y los
testimonios, y las tapas orladas chocan contra las paredes
húmedas. ■
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